Ese viernes, 20 de julio, el cielo de Santafé estaba encapotado, como si presintiera que algo importante iba a estallar… pero no precisamente un florero.
Las calles polvorientas del centro estaban llenas de murmullos, vendedores y el paso pesado de los caballos. En la plaza mayor, los criollos ya no disimulaban su disgusto: el dominio español se hacía cada vez más insoportable. Querían gobernarse por sí mismos. Querían libertad.
A unas cuadras de la plaza, en la esquina de la calle de la Real Audiencia, había una tienda conocida por todos: la de José González Llorente, un español peninsular, comerciante serio y orgulloso, dueño de finos objetos de porcelana, cubertería de plata y, entre otras cosas, un florero de cerámica quiteña que decoraba su mostrador desde hacía años. Ese florero, sin saberlo, estaba a punto de convertirse en leyenda.
Esa mañana, Luis de Rubio, un criollo elegante pero astuto, entró a la tienda de Llorente acompañado por Antonio Morales, un joven de mirada viva, y otros amigos que lo seguían con paso nervioso. Rubio se acercó y, con voz cortés, pidió prestado el florero para adornar la mesa en una cena de honor que ofrecerían a Antonio Villavicencio, un comisionado del rey que —decían— apoyaba a los criollos en su reclamo de autonomía.
Llorente, molesto, respondió sin ocultar su desprecio. No tanto por el florero, sino porque sabía que los criollos planeaban algo. “¿Villavicencio? ¿Ese insurgente disfrazado de funcionario?”, dijo. “Yo no le presto nada a gente que quiere traicionar al rey.”
Un silencio tenso se apoderó del lugar. Los criollos se miraron entre sí. Morales se adelantó, y con voz firme replicó: “Entonces ya no le pediremos nada… pero recuerde bien sus palabras.”
Hubo un cruce de empujones, una silla cayó al suelo, un vaso de vidrio tembló en una repisa, pero el florero jamás se rompió. Quedó allí, intacto, testigo silencioso de la chispa que acababa de encender una revolución.
Afuera, en la plaza, ya se había regado la noticia: “¡Llorente insultó a un criollo! ¡No quiso prestar el florero para honrar al pueblo!” La multitud empezó a congregarse. Los ánimos se calentaban. Alguien gritó “¡Abajo el mal gobierno!” y otro respondió “¡Queremos cabildo abierto!”. En cuestión de minutos, Santafé ardía en voces y banderas.
No fue el florero. Fue la dignidad. Fue la humillación acumulada. Fue el deseo de independencia.
Y mientras el pueblo llenaba las calles y exigía participación, en una casa cercana, José Acevedo y Gómez, conocido como el Tribuno del Pueblo, gritaba desde un balcón: "Si perdéis estos momentos de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes: ved los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan".
Así comenzó todo. No con un estruendo de cerámica, sino con un estallido de conciencia.
ENLACE DE INTERÉS: https://diariodepaz.com/2019/07/20/cinco-fragmentos-de-la-independencia-en-colombia/
He Aprendido que la independencia no comenzó por un florero, sino por el deseo de justicia y libertad. Este relato me ayudó a entender mejor cómo una pequeña acción puede cambiar la historia.
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