Ese viernes, 20 de julio, el cielo de Santafé estaba encapotado, como si presintiera que algo importante iba a estallar… pero no precisamente un florero. Las calles polvorientas del centro estaban llenas de murmullos, vendedores y el paso pesado de los caballos. En la plaza mayor, los criollos ya no disimulaban su disgusto: el dominio español se hacía cada vez más insoportable. Querían gobernarse por sí mismos. Querían libertad. A unas cuadras de la plaza, en la esquina de la calle de la Real Audiencia, había una tienda conocida por todos: la de José González Llorente , un español peninsular, comerciante serio y orgulloso, dueño de finos objetos de porcelana, cubertería de plata y, entre otras cosas, un florero de cerámica quiteña que decoraba su mostrador desde hacía años. Ese florero, sin saberlo, estaba a punto de convertirse en leyenda. Esa mañana, Luis de Rubio , un criollo elegante pero astuto, entró a la tienda de Llorente acompañado por Antonio Mora...
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